Ahora entiendo que la niebla sea el recurso cinematográfico por excelencia para expresar los sueños, las regresiones o incluso las prospecciones. La falta de visibilidad que ésta genera, hace que perdamos la más elemental noción del tiempo, (¿de día o de noche? ¿1996 o 2011?), arrastrándonos de esta forma, a una especie de limbo poblado por adultos que vagan del presente al pasado, entre fantasmas y coetáneos, despreocupadamente. Propicia además, ese verídico tiempo irreal que experimentamos cuando leemos libros de otros siglos: consiguiendo que ignoremos las coordenadas espacio temporales del momento, y que seamos capaces de perfilar rostros que el tiempo desdibujó.
Todo esto que lleva consigo la niebla me hizo pensar, no sólo cómo el clima determina nuestro día a día con diligencia según su capricho (si llueve, si hace sol, si nieva) sino también hasta qué punto empapa mi historia sentimental, invitándome a menudo a la contemplación y al recuerdo.
Soy capaz de recoger a través del frío, la humedad y la luz de una tarde de diciembre, otra que pasó tiempo atrás. No hablo de fechas claves, ni de comentarios fortuitos que te llevan al rescate del recuerdo, sino de la simple percepción de la temperatura, humedad u olor que arrastra el aire… Mi memoria climática suele transportarme a un día cualquiera del pasado que me pasó, además, inadvertido.
Amsterdam lleva días entre nieblas, y nunca antes me había sentido tan cerca de todos mis fantasmas.
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