Hubo libros que cuando los compré ya sabía que acabarían acumulando el polvo de las ciudades. Sin embargo, en el momento de compra son irresistibles objetos de deseo que te prometen sabiduría y agradables veladas de recogimiento y esparcimiento.
Pero este capricho o impulso intelectual, acaba convirtiéndose en un triste panorama que te recuerda de vez en cuando tus (des)propósitos. De ahí que a veces tenga cierto reparo en otear a las bibliotecas ajenas porque donde unos creen reconocer el gusto del morador, yo solo veo –en algunos casos- frustraciones y aspiraciones.
Y es que algunos de mis libros acabaran finalmente apoltronados en estanterías, que, como si de una de placa conmemorativa se tratara, me recordaran que en tiempos pretéritos hubo alguien importante del que apenas, supe, ni sé y ni sabré nada. Y es precisamente ese carácter enigmático lo que atrae mi curiosidad, pero también saber que estarán ahí de forma continuada lo que la frena
Preferimos estanterías llenas de libros a vacías. Supongo que como en la religión, la sabiduría también es una cuestión de fe: creemos en aquello que no vemos, que no entendemos y que no leemos. Pero ambos están ahí desde que el tiempo es tiempo, y eso en el fondo es lo que nos consuela.
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