Más de una vez ante un cuadro me he debatido entre permanecer el tiempo estipulado o, quedarme el que imagino merece la pintura.
Al final siempre abandono con un resquicio de culpabilidad y una leve frustración por haber sucumbido al tiempo estipulado: siempre hay más cuadros por mirar, sitios que visitar, preguntas que responder y ningún banco donde sentarse. Además, si desde un principio no encuentro una justificación sincera para quedarme ahí parada, prefiero marcharme antes que obligarme a adoptar una pose impostada, que tenga poca correspondencia con el grado de embelesamiento que requiere la pintura.
El recuerdo más vivo que tengo es el de una plácida mañana de primeros de marzo en la Academia de Bellas Artes de Venecia, frente a La Tempestad de Giorgione. Ahí estaba yo, mirando enmudecida aquella pintura que años atrás me había quitado el sueño una calurosa madrugada de agosto. Sin embargo, no permanecí frente al cuadro el tiempo que había imaginado estar, el tiempo que se supone debía haber estado, dado que me hallaba frente a él, por vez primera. Y no es que me hubiera defraudado. Como siempre, enfrascada en mi particular batalla acerca de lo conveniente o no de quedarse, abandoné la sala con sentimientos de arrepentimiento y culpabilidad.
Normalmente cuando esto ocurre sigo mirando la obra, desde otra obra, desde la otra punta de la sala; la panorámica no es tan buena, pero no interrumpe la contemplación. Alarga el placer (o la agonía) y, me permite contemplar desde la distancia el cuadro como cuadro, y no como pintura, arte o historia. Si, por el contrario, he abandonado precipitadamente una obra considerada maestra, vuelvo sobre mis pasos.
Como no podía mirar de soslayo el cuadro y además se trataba de una obra maestra, volví al pequeño habitáculo donde reposaba La Tempestad. Tuve un pensamiento claro: prefería recordar la pintura que memorizarla, llevarme una impresión que una lección. De alguna manera intuía, que ese cuadro no había sido pintado para ser mirado, sino más bien para ser recordado. Así que, sin ningún tipo de miramientos, me marché. Me marché para recordar el recuerdo que se me estaba mostrando. Y es que Giorgione, como más tarde supe, no estaba pintando lo que se veía sino lo que se recordaba.
¿Y no es acaso eso el tiempo que no perdimos con un ser querido lo que más lamentamos cuando ha desaparecido? ¿No es acaso el recuerdo de lo que no pasó lo que más atormenta? El apreciado tiempo adquiere especial valor, no cuando lo aprovechamos, sino cuando sabemos cómo perderlo.
Rememoro y me regocijo en las tardes y noches que pasé en balde, aquellas en que sabía cómo perder fructíferamente el tiempo.
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