Experimentar el abismo, contemplar un precipicio, sentir terror, soledad, desamparo… son sentimentos que ha sabido reflejar y descubrir el arte. Para los que no vivimos al borde de la locura, detenernos a reflexionar, momentaneamente, sobre estos sentimentos puede ayudar a conocernos mejor.
Este verano ví una película demoledora: «Secretos de un matrimonio» de Ingmar Bergman. Son varias las escenas que muestran con gran crudeza, a través de una puesta en escena sencilla y sobria, los pensamientos y acciones que giran alrededor del amor; pensamientos que ocultamos a los que nos rodean, y a nosotros mismos, pero que están ahí latentes.
Daré un gran salto, aunque la película no lo merece, hasta la escena final: el matrimonio (divorciado ya hace años) se encuentran, en secreto, en su antigua casa campo. La velada transcurre hablando de su actual vida sentimental, y de los descubrimientos que han hecho sobre ellos mismos. En mitad de la noche, Marianne, se despierta por una pesadilla. Abrazada a Johan, su ex marido, le habla del miedo a morir sin haber experimentado el verdadero amor. Su rostro, que aún contempla la pesadilla, se va relajando cuando comprende que el amor imperfecto es la única forma de amor que conocerá.
Pero lo terrorífico no tiene que ver con este final semifeliz, si no con lo que podría haber sido de haber seguido juntos. En una escena anterior, una mujer de unos sesenta años quiere poner fin a un matrimonio apacible. Admite no querer a sus hijos, ni a su marido. Sabe que la única forma de salvarse es a través del divorcido: se asfixia hasta tal punto de no sentir nada, ni el tacto de una mesa.
Ante la imposibildad de concer el amor verdadero, el mayor consuelo es conocerse a sí mismo.
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