Hace dos semanas cogía un tren para visitar el Museo del Prado, en un intento de búsqueda de ficción, de nostalgia de otras vidas, de otros siglos, de otros colores, y, también de abandono, por unas horas, del hogar.
Una no es consciente de hasta qué punto los niños pequeños llegan a saturar el oído y el sentido de la vista, tacto, olfato e incluso gusto. Yo lo fui cuando una vez sentada en el tren, mi oído se detuvo (ojo): “en el ruido que producía el papel del periódico cuando lo doblaba y deslizaba entre mis dedos, hacia arriba, o hacia abajo, según avanzaba en la lectura”. He de confesar, que repetí un par de veces el movimiento para encontrar justo ese sonido seco y brillante que tanto me deleitaba, que retumbaba, que casi me conmovía. Una vez sorprendida y alertada, me hundí plenamente en la lectura. No fue hasta la hora de la comida, ya en Madrid, cuando volví a sentirme nuevamente una extraterrestre que disfrutaba de la compañía de otros, que como yo, estaban sentados en la mesa. Qué paz. Los niños tienen ese súper poder: te arrancan de cuajo del mundo anodino y gris que nos rodea, e infravaloramos, para meterte en otro más blandito, de tonos pasteles, mucho más cursi, mucho más bonito, infinitamente, pero que también exige de todos nuestro sentidos hasta la extenuación.
El Museo del Prado tiene un lienzo de Rubens titulado Calisto y Diana (1635) que habla de esas renuncias diarias y cotidianas que son inherentes a la maternidad. Pedro Pablo, pinta el momento en que la Diosa Diana descubre que Calisto está embarazada. Ésta, asustada, mira hacia abajo avergonzada. Diana, más que decepcionada o furiosa, parece temer por el futuro que aventura a su ninfa. Se aprecia en la leve sombra que cubre sus ojos; en la mirada perdida y opaca que nos transmite un triste presagio que pronto sucederá.
En este tiempo de exilio voluntario, de refugio, en el que estoy, lo que más hecho en falta son horas de lectura y de cine. La ficción rige buena parte de mi vida, por eso también necesitaba ir al Prado: para constatar, casi cual notario, que hay todo un edificio, un personal, un sistema administrativo, incluso una legislación, que sustenta ficciones históricas, plásticas, que preserva pátinas, unas pátinas que intuimos más que logramos ver. Es decir, necesitaba validar mi fe. Que ésta estaba más que justificada: es la gran paradoja del mundo de los niños, te llenan los bolsillos de plomo.
Una vez dentro del Museo del Prado, ya no fui consciente de nada más, solo de las pinturas que tenía delante, de las notas que iba tomando en mi cuaderno. Vagué y me sentí afortunada de poder hacerlo sola, cargada de paciencia para detenerme el tiempo necesario que requiriese un cuadro, intentando escudriñar como lo hace el ojo de Julián. Y obraron varios milagros. Uno, un cuadro de Tiziano sobre el discurso de un marqués a sus tropas. Este gran lienzo me abrió literalmente la boca: en primer termino, tenemos al marqués, un joven lozano, de abundantes cabellos negros, provisto de una bonita armadura, y en segundo termino, a una masa desdibujada de soldados, que aunque no logramos ver bien del todo, intuimos cansados, encanecidos, a su suerte. Ese contraste de destinos tan magistralmente expuesto, fue un golpe tremendo; la diferencia de perspectiva vitales, de puntos de vista históricos, me derrumbó. El otro fue un cuadro Lucas Cranach el Viejo, sobre una Cacería Real llena también de contrastes y detalles: el cielo y la tierra, la naturaleza salvaje y pacífica, plebeyos y reyes juntos, criaturas de todos los reinos animal, vegetal y mineral, mezclados. Un magma vital al que estamos todos destinados.
Yo iba buscando a Antonello de Messina, a su Cristo sostenido por un ángel (1475) porque hace un par de años viendo una reprografía en la pantalla del ordenador, me pareció el cuadro más triste del mundo. Quería saber qué elementos pictóricos me resultaron tan tristes, y el color pajizo, como de hueso, fue sin duda uno de ellos. Los ojos negros sin iris de los ángeles, otro. Pero sobre todo fue cuando caí en la cuenta de que ese ángel era un niño que se quedaba en el mundo sin un adulto, sin su padre.
Al lado había dos obras de Corregio: Noli me tangare (1525) y la Virgen, el Niño y San Juan (1515), ambos con unos azules oscuros preciosos. De la Virgen y el Niño y San Juan, me gustó especialmente (en las reproducciones no se aprecia bien) el tratamiento de las sombras, como estaba pintada la humedad de las rocas. Se produce además una relación inversa curiosa: el fondo es nítido (está claramente iluminado por el so) y las rocas, la tierra, que encontramos en primer termino, están desdibujado por la falta de luz.
Al final del día, tras la Alocución del marqués del Vasto a sus soldados (1541) , me topé con Diana y Calisto (no recordaba que estuvieran allí) las miré de refilón, y rememoré la historia de la metamorfosis de Calisto, la cual conocí gracias a un amigo cineasta que me contaba que Calisto acababa convertida en oso, mientras yo le intentaba trasladar cómo me sentía tras mi primera maternidad. Una vez en casa esa misma noche leí sobre ellas:
Juno movida por los celos, convierte a Calisto en un oso. Un día en el bosque cuando Diana sale a cazar, la asesta con sus flechas ignorando de quién se trata (de ahí, esa sombra en la mirada que apuntábamos antes). Sacrifica a su ninfa favorita, y ésta a su vez, es sacrificada por el hijo que lleva dentro. Zeus se apiada de su destino y la sube al mismísimo firmamento, convirtiéndola en toda una constelación.
Sacrificios y renuncias inherente a la maternidad, pero también sus victorias.
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