En verano me gusta leer a los rusos.
Intento no saltarme esta buena costumbre que tanta satisfacciones me reporta. Nadie como con ellos para perderse en la descripciones del paisaje y dotar al cielo estrellado de aspiraciones, a la humedad de los muros de aburrimiento, al ruido del samovar de recogimiento. Pero sobre todo es que aprendo mucho, mucho, de sus grandes dramas personales y de su búsqueda constante de felicidad.
Empecé con Anna Karenina el verano que acababa mis primeros estudios universitarios. Recuerdo coger el primer volumen por leer algo ese día, y al poco, la historia me atrapó hasta tal punto que no me importaba invertir cada día dos horas y pico en la ida y en la vuelta de mi trabajo veraniego mientras yo tuviera mi libro mágico. No fue la aventura de Anna y el Conde la que seguí con más atención, sino la de Kitty y Lyvoin; Jesús y yo cumplimos 17 años en agosto y no puedo evitar ver la barba de Tolstoi metida en el asunto.
Después de algunos veranos vino Guerra y paz, experiencia literaria que no cambio por ningún viaje que haya realizado jamás. Tanto me marcó su lectura, que sufrí una especie de Síndrome de Stendhal tras acabarlo que duró unos dos años y medio. Nada que fuese profundo, sesudo o irracional podía leer o mirar; solo yéndome de paseo con Jane Austen, conseguí apaciguar la ansiedad y desasosiego de la veracidad de sus páginas. Póngase en mi lugar, estuve en la Batalla de Borodinó: ¿quién sale incólume de eso?
Viviendo en Amsterdam, ya no tenía tanta gracia perderse en paisajes helados, pero las visitas a Málaga me permitieron leer a Dostoyevski, (Noches Blancas y otros cuentos), y a Boris Pasternak y su Doctor Zhivago, que creo es el libro más triste y bonito que he leído en mi vida. Todavía cuando pienso en su final (comencemosporelfinalsiempre) y hoy más que nunca, en su principio, no puedo evitar exudar sal.
Curiosamente como áquel, con un entierro, comienza la de este verano: Días de infancia, de Máxim Gorki. En la novela se narra la terrible infancia de un niño, que no es otro que el propio escritor, huérfano de padre y casi de madre, abandonado al cuidado de sus abuelos. En la casa de éstos presencia toda clase de maltrato (animal, infantil, de género) pero: la amistad granjeada con un huérfano de la familia, el nebuloso recuerdo de las escenas felices vividas junto a sus padres, y las fábulas y cariño de su abuela, le mantienen a salvo. Todo lo demás puede ser soportado gracias al vidrio especial con el cual los críos miran la vida. Ese que les hace centrarse en lo importante (charcas, atardeceres, bichos..), y los distrae de las barbaridades que les circundan.
Literatura rusa en vena, recuerde.
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