El sábado pasado volví a ver Anatomía de un asesinato. La primera vez que la vi, hará como unos 10 años, me fui a la cama bastante decepcionada porque me parecía a mí que el film no terminaba bien (comencemos por el final siempre): el culpable se libraba, la esposa volvía a las andadas y una de las frases finales «el irresistible deseo» parecía parodiar el disoluto final. No esperaba un happy ending, pero sí algún tipo de lección, de conclusión, al fin y al cabo, se trataba de una película judicial.
Pero me equivocaba entonces porque el sábado cuando la miraba de nuevo percibía otra película. Poco a poco, todas las ambigüedades que antaño me habían pasado desapercibidas se hacían más palpables, como las aristas de cada uno de los personajes implicados (con sus pocas luces y muchas sombras) o, la sutileza de cada plano, llenos de significado pero sin la necesidad apremiante de subrayarte “atención aquí una pista”.
Una de las genialidades de la obra es la ausencia casi completa del jurado, al que vemos sólo de refilón porque Otto Preminger, el director, quiere que te sientes en una de sus sillas y juzgues tú con la información que te están dando testigos, víctima y acusado porque además, tampoco hay ningún flashback, otro hito, que te muestre lo que de verdad pasó esa noche, si es que hay una sola verdad que mostrar.
Cuando la terminé de mirar me quedé un rato pensando en el tiempo que había transcurrido desde entonces, intentando visualizarme con 22 años. Estuve un rato preguntándome: ¿qué había cambiado de verdad para pasar de pensar que unos granujas se libraban, a que unos pobres desgraciados se salvaban?. Quizá no sea tanta la diferencia. No llegué a ninguna conclusión satisfactoria. Pensé de soslayo en el arte, en las diferentes capas de interpretaciones que vamos superponiendo a obras que se ejecutaron hace 500 o 10 años, sin que ellas abran la boca.
Pocas veces tenemos la oportunidad de mirarnos ante un espejo que vaya más allá de nuestra apariencia; por fortuna, aquella madrugada miré esta película que, hoy de manera imperturbable, me muestra las cualidades adquiridas, esas que el tiempo ha ido poco a poco dejando en el lado anverso de mi piel. Si esa no es la función del arte, creo que nunca me licencié.
Deja una respuesta