Cuando vi esta fotografía me gustó la sincronía del movimiento exterior: la brisa, el ligero escorzo de hombros y pecho, el sutil giro de cintura, con el del movimiento interior latente que proyecta la transformación de un rostro joven hacia otro adulto; mirada baja, cabellos caídos, rostro en sombras. La arboleda de fondo, con todo el peso simbólico que tiene la naturaleza, me trajo a la memoria la escultura de Apolo y Dafne de Bernini, cuando ésta empieza a transformarse en laurel y de sus manos brotan hojas, y de sus pies raíces. Así me veo, me vi yo hace justo dos años, en plena e imperceptible transformación, no tan fulminante como la Dafne, pero echando raíces.
Antes de ser madre, a los treinta y tres, recuerdo preguntándome cuándo envejecería, tenía treinta y dos y me veía igual que a los veinte. Fue una tarde en la biblioteca, cuando al año de dar a luz me hice un selfi y no me reconocía; había algo nuevo en mi rostro, sobre todo en mis ojos: más ojeras, grasa, párpados. No la publiqué. Después ese efecto se pasó, y mi cara volvió de nuevo a ser casi como la de antes. Casi como la de antes porque estos avisos no son ilusorios, de leve sombra pasan al rasgo.
Mientras ocurren, está esta foto. Estás tú. En plena transformación, con días con el rostro que luce una piel jugosa y nutrida, ¿quién diría 40? y otros, totalmente ajado. Es como si éste viajase del pasado al futuro intentando figurarse qué apariencia tendrá mañana. Como la industria de la cosmética sabe a ciencia exacta que esto pasa, interviene prometiéndote esa piel que a veces, cada vez menos, te encuentras en el espejo. Y te aferras.
En el museo Van Gogh de Amsterdam, hay un cuadro precioso del artista que muestra las ramas de un almendro en flor. El lienzo, pese a la aparente quietud del tema (ver florecer uno) está continuamente transformándose delante de nuestra mirada, moviéndose de aquí allá, mediante toques en negro, hojas giradas, ramas nervadas. No has terminado de ver una flor nacer, cuando notas que otra hoja está a punto de brotar, en otra parte del cuadro, como por acto de magia; como ocurre con los recién nacidos, que a cada hora sus movimientos primorosos se van transformando: miras y miras, intentando detener un instante que te permita comprender tal amor, pero es imposible. Para captar de un golpe todo el movimiento que emana del cuadro, pruebas a alejarte unos pasos, pero inesperadamente se detiene. Van Gogh ha pintado las ramas de un almendro, un fragmento, no todo el árbol, como si ya supiera lo inalcanzable de tal empresa y te muestra un detalle, un fragmento de lo que tienes en este preciso momento: un trozo de cielo.
Imagino que Rembrandt, a través de sus múltiples autorretratos, intentó captar ese movimiento brusco y suave hacia la edad adulta, la madurez. Esas pinceladas, que creo recordarle, borrosas, pastosas, pero también en ocasiones precisas como el dibujo que proyecta un punta fina. Fondo y ropajes rojizos, ensombrecidos, parduzcos, negros, con algun destelló de luz, que como las estrellas del cielo aún sigue iluminando un tiempo que ya no es el suyo. Está claro que la escultura de Bernini contiene la fuerza, la pasión, el movimiento abrupto de la adolescencia. Estoy en otro lugar, investigaré.
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