El pasado verano leí la Odisea, y la disfruté tanto, que hace poco volví a la misma librería donde la compré con la intención de hacerme con su precedente -la Ilíada-. Quería que esta Ilíada saliera del mismo lugar que la Odisea como si eso, mágicamente, pudiera garantizar la experiencia literaria ya vivida.
La Odisea es poética hasta decir basta, repleta de frases arrebatadoras, evocadoras: “el sol desamparaba el hermosísimo lago”, “la de níveos brazos y largas trenzas”. Recurrentes son las expresiones: “aladas palabras”, “anchuroso cielo”, “el que amontona nubes”…
Como decía, la vivencia literaria fue diferente a todo lo que he experimentado con otras lecturas porque jamás proyecté a los personajes en carne y hueso (semejante sacrilegio tratándose de héroes) sino como esculturitas de mármol blanco. Tampoco perdí la noción del tiempo entre sus páginas, como si en vez de estar leyendo sobre papel, lo hiciera directamente sobre piedra, menos ágil y absorbente que aquel, pero también más fehaciente. Me resultó chocante que frases tan trilladas como: “se me parte el corazón a causa del prudente y desgraciado Odiseo” que le dice a Atenea a Zeus, fuesen experimentadas con la emoción de las primeras veces, que tuvieran el poder de borrar los rastros precedentes.
Uno de los pasajes más emocionantes del libro me pilló en un camping cerca de Marbella. Mi familia estaba durmiendo, y yo aproveche la ocasión para sentarme tranquilamente a leer en el porche de la cabaña, con una copa de vino blanco. No sabía que iba a leer uno de los pasajes más emocionantes de la historia de literatura, el de cuando Odiseo desciende al Hades en busca de Tiresias. En la semioscuridad de la noche, y acompañada del sonido de los grillos y del rumor de oleaje y carretera, me dispuse a seguir el rastro de Odiseo descendiendo desde el Océano hasta el mismísimo inframundo. Nada más llegar, Odiseo se encuentra con su madre, intenta abrazarla pero no puede entonces ella le dice con dolor; «cuando fallecen los mortales, los nervios y las osamenta se separan y el alma se va volando como un sueño”. Más adelante se encuentra con Agamenón, éste le narra su triste muerte y ambos héroes derramaban «copiosas y ardientes lágrimas”.
Paralelamente mi imaginación empezó a invocar a los fantasmas que poblaban mi propio Hades, como le estaba ocurriendo a Odiseo, yo también empecé a tropezar con familiares y amigos que se habían ido demasiado pronto. Recuerdo que una brisa marítima espontánea, sin origen, soplaba con terquedad entre las páginas del libro, interrumpiendo la lectura y haciéndola sagrada: vi a mi padre, triste pero feliz por tenerme allí después de tanto tiempo. A Miguel buscando fuego. A Jesús observando sin emitir juicio.
Una vez concluido el capítulo, abandonado definitivamente el Hades, la caprichosa brisa desapareció como por acto de magia, descendiendo de nuevo al fondo helado del Océano.
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