Cuando empecé a deambular por los ambientes indies de mi ciudad natal, solía imaginarme una especie de juicio final donde todos los alternativos entendedores de música serían juzgados por sus pretendidos gustos musicales. El juicio se celebraría en la plaza de la Merced y un notario (emulando a un cristo en majestad), leería en voz alta qué grupos o músicos eran los verdaderos, de entre los falaces, y qué fieles dignos de tal música.
Me regocijaba imaginando los músicos que no estarían en la “lista de los elegidos a pasar a la historia” pero, sobre todo, imaginando la cara de circunstancia de algunos de sus más fieles seguidores, postrados ante las mismísimas puertas del cielo pidiendo clemencia. Aún me da la risa, y eso que yo tampoco estaría entre los elegidos.
De hecho, si echo la vista atrás, puedo verme en más de una ocasión hablando de aquello que no entiendo, mencionando títulos que no he leído o, defendiendo una postura política que tiempo atrás dejó de existir. Es difícil no intentar ocultar las lagunas que se tiene en los campos que a uno más le interesan. Llámalo orgullo, amor propio o simple vergüenza.
Yo, por si acaso, rezo cada noche para que nunca me visite San Miguel dispuesto a pesar las páginas de todos los libros que no leí pero, sobre todo, de aquellos que no volví a abrir y perecieron en la biblioteca
A Miguel, a cuyo juicio invisible y secreto siempre me someto.
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