A veces me pregunto porqué nunca he tenido la valentía de levantarme y abandonar una conferencia tediosa, una clase aburrida o una obra de teatro soporífera, con lo sencillo que sería levantarme -sobre todo si es un auditorio grande- y marcharme y no escuchar más discursos vacíos y reiterativos, interpretaciones desvaídas, o clases que zarparon hacia ninguna parte, o lugar. No, eso no. Ahí me quedo yo, pasmada, intentando dar sentido a lo que no, esperando un giro inusitado del discurso que de valor a lo dicho. A veces aparece, pero otras no.
Lo curioso es que casi nunca salgo con la sensación de haber perdido el tiempo, sí, removida, agitada, y, a veces, algo triste. Lo que me hace pensar en un concepto que leí, hace ya tiempo, en “El cine según Hitchcock”, donde Truffaut sacaba a relucir la noción de “películas enfermas” para referirse a parte de la filmografía de Hitchcock que se alejaban de la maestría del genio y, que la crítica más denostó. Para él, estas películas, sin embargo, eran tanto más profundas que sus clásicas porque permitían observar, por un lado, digamos en sentido metafórico, el dibujo que escondía la pintura, y por otro, al ser más sinceras (que no menos artificiosas) eran un tanto más fáciles de allanar, perpetrar, aprender…
No sé, creo que no llego a abandonar la sala porque sale a relucir mi verdadero espíritu, el que lucha contra el tedio, la mediocridad y el aburrimiento diario que ofrece la vida, pero también el que siempre está a la espera de algo mejor, lo cual aparece más a menudo de lo que uno pueda creer. Porque a decir verdad, ¿por qué tengo más firmemente en la memoria las malas conferencias que las buenas? De hecho, al final, fueron de las que más aprendí.
Si es que ya lo decía Truffaut, te permiten ver más claramente.
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