Aunque a veces he estado tentada de comprarme uno de esos libros de arte que llevan por título cómo mirar (interpretar, saborear o deliciosear) un cuadro, nunca lo hecho. Y puede resultar paradójico porque, por un lado, siempre me ha parecido que en tan pocas y bonitas páginas no se puede explicar algo tan complejo, y por otro lado, tenía miedo de enfrentarme a la verdad: no saber interpretar un cuadro y, lo que es peor, una vez descubierto que así es, no tener ganas de cambiar el vicio de mirar cómo siempre he mirado, aunque eso suponga dejarme lo importante y primordial.
Pero es que a veces estoy enfrente de un cuadro y no veo ni colores, ni formas, ni tema: sólo tiempo, es decir, el pesar de los siglos que se agolpan a mis espaldas produciéndome la sensación de que me encuentro al filo de la historia, caminado por su vértices, sus límites, contemplando desde la cima los claroscuros de las épocas que me anteceden y me precederán. A un lado, quedan las escenas mitológicas, de batallas, de caza, los cielos velazqueños o incluso el lapislázuli de van der Weyden… Yo sólo veo tiempo, recogido, enmarcado y laureado.
En lugar de perspectiva, técnica y composición, sólo veo un tiempo histórico, íntimo e imaginario. Ese tiempo histórico (tan común, por otro lado, en los viejos monumentos o ciudades -tengo seres queridos que vivirán permanentemente en las ciudades que visité antes de que perecieran-) empuja al presente quedando éste relegado a lo esencial de la noción del tiempo: la hora de cierre del museo.
Mirando las pinturas no sólo revivo el fantasma del pintor, sino también a los míos que se acoplan de forma tan natural a mi andar que apenas me percato de su presencia hasta que abandono el lugar, y a ellos.
Es por eso que no leo cómo leer pintura por temor a perder a esos viejos fantasmas que permanecerán y des-permanecerán eternamente, como el azul oscuro que ahora contemplo.
Para Jesús
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