Te equivocas y escribes mal una fecha antes de comenzar a tomar apuntes en clase, rellenando una solicitud o tecleando un mail. En vez de poner 26 de junio del 2008, escribes 26 de junio del 2080: un rápido y fácil calculo mental (2080-1981=99 años) y acto seguido tu mirada se torna melancólica mientras te preguntas: ¿estaré viva en el 2080? La duda consuela y continúas sin más con la tarea que tenías entre manos.
Es peor cuando en lugar de equivocarte en muchas décadas te equivocas en un par de siglos (¿qué tal el año 2300?). Entonces es cuando, de golpe, esa hipotética fecha te empuja, como si se tratase de un zoom de película, durante milésimas de segundo, a un futuro lejano que observas con los ojos muy abiertos pero sin ver ninguna idea concreta. Regresas, pues, con una mezcla de sentimientos contradictorios (melancolía e incredulidad, pesar y ligereza), y algunas cuestiones obvias (¿cómo será el hombre del siglo XXV?, ¿qué pasará con nuestras ciudades?… pero ¿habrá entonces mundo?). Al final una triste sonrisa se dibuja en tu rostro mientras te preguntas: y a mí qué si no estaré, a mi qué si no sufriré, según decía hace ya unos veinticinco siglos Epicuro, cuando mencionaba que «la muerte es sinónimo de perdida de sensaciones. No hay que temer, pues, el post mortem como tampoco la idea de muerte porque mientras vivimos no nos afecta, y cuando se impone no causa dolor»
Como no todos somos tan racionales y lógicos como desearía Epicuro, me quedo con una frase que leí en una entrevista de Félix de Azúa en El País: a medida que envejecemos nos importa menos morirnos, la juventud es un período narcisista: lo jóvenes se sienten únicos pero una vez que va pasando el tiempo esta sensación desaparece.
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